Por Maria Crsitina Piñol Vaya uno a saber porque raro artilugio del universo, nací, crecí y vivo aún en Pichicha. Barrio que supo albergar otrora a “taitas” y “tahúres”, conventillos, prostíbulos, bodegones, cabarets, teatros de revistas y también a quienes hoy ya se han transformado en incunables personajes urbanos como Rita la Salvaje, el Poeta Aragón y Alberto Olmedo. Mis bisabuelos allá por 1925 se habían instalado en el límite suroeste del barrio, Catamarca y Av. Francia alejados, un poco, del núcleo arrabalero y “peligroso”. Allí nació mi papá. A fines de los años 40 y justo frente a la casa de mis abuelos paternos se mudó la familia de mi mamá. Los “chicos” se conocen, se ponen de novios, al tiempo contraen matrimonio y alquilan una casa en “La Cortada” a solo un par de cuadras del resto de la familia, en Av. Francia entre Jujuy y Brown, el Pasaje Guaraní, donde nací, crecí y aún vivo. Un sinfín de imágenes abarrotan mi mente de recuerdos. Sonidos, colores, aromas, sabores, palabras y hasta idiomas o acentos diferentes chisporrotean algo confusos ante mis ojos. Tendría unos 4 o 5 años, caminaba con mi abuelo Miguel hasta la Plaza de Las Américas y me iba contando algunas historias. Calle Vera Mujica antes era un zanjón por donde corría un arroyo que desembocaba en el río y cruzarloera bastante peligroso tanto que, a veces llevaban “algo” para defenderse por las dudas, porque allí no vivía buena gente.Las palmeras de Av. Francia eran apenas más altas que él cuando se mudó al barrio.En un descampado cerquita de donde yo vivía, casi sobre las vías del ferrocarril habían hecho una cancha de bochas donde se juntaban a jugar. En el camino hacia la plaza pasábamos por una “caballeriza”, recuerdo un galpón con techo de chapa y piso de tierra, había fardos de pasto, cadenas de hierro colgando de las paredes, y un gran horno con mucho fuego.El abuelo me explicaba que allí llevaban los caballos a ponerles las herraduras que eran como “zapatos”para ellos. En esa época circulaban al mismo tiempo carros y automóviles. Las calles con adoquines hacían las veces de teclas de un piano donde el repiqueteo de los cascos de los caballos con su andar rítmico y cansino sonaba, a mis oídos de niña, casi casi como una melodía. Pasaba el tranvía, color amarillo, tan grande e imponente a mis ojos pequeños, con el trac-trac- del salto que necesaria e indefectiblemente daba al pasar por cada unión de las vías y el chisporroteo que a veces se veía en los cables por encima de la lanza. El abuelo me contaba que años antes a los tranvías los tiraban los caballos al igual que en Barcelona, su tierra, de la cual también, casi como al pasar, a veces me hablaba. La calle Salta era la columna vertebral del barrio. Autos, carros, tranvías, motos y bicicletas iban y venían constantemente. Había muchos negocios, tiendas, bares, pizzerías, restaurantes o bodegones, una heladería y el Cine Normandie. Los aromas me atropellan la memoria desde espacios muy diferentes. Las farmacias, por ejemplo,sus muebles de madera brillante y mostradores de mármol, vitrinas con cientos de frascos,todos de vidrio color marrón y fragancias variadas, a colonias, alcohol, alcanfor, menta, manzanilla, y toda clase de hierbas. Otro aroma que me subyugaba era el del café, había un negocio que lo vendía en grano y molido a la vista, “CaféLos Rosarinos”,grandes tubos de vidrio transparente llenos con granos de todos los tonos de marrón, el vendedor hundiendo una cuchara gigante en ellos y el tintineo que hacían los granitos sobre la balanza cuando los pesaba. Lo tostaban los mismos dueños en un local gigante que se abría hacia calle Richieri, y se podía sentir esafragancia en varias cuadras a la redonda. Desde las panaderías me gana el recuerdo del aroma del “Pan de cerveza”, que delicia, creo que se distinguía de los otros porque estaba hecho con cebada, un sabor medio dulzón, mucha miga especial para untarlo con manteca. Pero también recuerdo otro olor, entre ácido y agrio, para nada placentero. En la esquina de Jujuy y Av. Francia había una vinería. Un local oscuro, húmedo y frío, apenas iluminado por alguna bombita amarillenta, con enormes toneles de madera de los cuales emergía una canilla para servir directamente el vino en una jarra o botella vacía que la gente llevaba de sus casas. El olor era bastante nauseabundo, y en cada despacho de la bebida algo caía al piso y ese líquido bordó, espeso y maloliente seguía su camino hacia la vereda, la que no se baldeaba hasta que se cerraba el local. Es el único recuerdo áspero que guardo de esos momentos. Los sabores me transportan directamente a la Pizzería Villamil. La pizza de salsa de tomates y anchoas, salpicada con el infaltable perejil fresco,ese toque que la hacía diferente a cualquier otra. En verano, los sábados, casi como un ritual, cenábamos pizza con una Bidú Cola mi hermano y yo, y papá con un vaso de Amargo Obrero con soda. Después venía lo mejor, ir a la Heladería La Gloria y comprar un cucurucho gigante de vainilla y chocolate. Para rematar la noche, en una de las ochavas de Salta y Francia, sobre un terreno baldío ¡se instaló una calesita! Luces, colores, música, sortija, caballitos, motitos, los chicos del barrio y risas muchas risas. Los otros idiomas, por lo general los escuchábamos en las panaderías. Todos los panaderos del barrio eran italianos.Entre ellos hablaban solo ensu lengua, muchas veces en los dialectos de la región de donde provenían, y con los clientes y vecinos parloteaban una mezcla de italiano y español. Todos aprendíamos de todos. En una esquina estaba la tienda de “El turquito” que, aunque hablaba español nunca perdió su acento, y tampoco olvido a “El ruso”, del almacén, que no era ruso sino judío, y solo con su esposa se comunicaba en su lengua. Recuerdo también a unas nenas que vivían a la vuelta de casa, eran las tres muy rubias, con enormes ojos celestes, cabello corto y flequillo muy parejito. Generalmente estaban vestidas con muy poca ropa y descalzas aún en pleno invierno, no hablaban casi español, les entendíamos muy poco, les decían “las polaquitas” y el comentario de nuestras madres era que a pesar de toda la carencia que tenían ¡no se enfermaban nunca! Los sonidos que recuerdo eran fuertes, claros y fáciles de distinguir. El tren, quepasaba varias veces al día, de carga y de pasajeros tocando “El pito”en cada paso a nivel con barreras. Las sirenas de la fábrica de la esquina avisando a sus obreros que era la hora de salida, a las 6 de la tarde. La otra sirena era de la Cervecería Schlau a la vuelta de mi casa, a las 12 del medio día. También las inefables campanadas de la iglesia Inmaculada Concepción llamando a las misas, y por último un sonido grave, fuerte, profundo y sostenido que venía de los buques del puerto avisando que anclaban en la dársena. Esta zona oeste de Pichincha estaba mayormente habitada por empleados del ferrocarril, muchas de las casas fueron construidas por esa entidad, trabajadores de la cervecería y su personal jerárquico, empleados de bancos, de Obras Sanitarias de la Nación y comerciantes.Aunque pertenecíamos geográficamente al barrio, no teníamos mayor contacto con esa esencia prostibularia que aún lo caracterizaba, es más, los niños teníamos prohibido pasar de ciertas calles. El Casino y el Petite Trianón estaban activos y a solo 2 cuadras, el Hotel Ideal (anteriormente Madame Safó), a escasas 4 cuadras y los cabarets sobre Ov. Lagos y Güemes. Con quienes sí nos “juntábamos” era con los chicos que habitaban en las pensiones o conventillos, íbamos a las mismas escuelas del barrio y compartíamos los juegos en la vereda, pero muy rara vez veíamos sus papás. No faltaban los “personajes” exóticos, aunque comunes por aquellas épocas. Por un lado, los “vigilantes”, que eran policías destinados a custodiar una zona determinada y colaborar con los vecinos en lo que necesitasen. Vestidos de azul, zapatos negros y gorra con una visera brillosa a la que rozaban con una mano a modo de saludo. Siempre eran los mismos, rotaban sus horarios y sabían los nombres de todos. Por las noches hacían “las rondas”, caminaban por las calles y sonaban sus silbatos de un modo especial para hacer saber que por allí pasaban. Por otro lado, estaban los indigentes, “el croto” o “el hombre de la bolsa”, así se los llamaba. En la zona había dos, a uno de ellos le decían “Trotsky”, fue soldado de la segunda guerra mundial, y supongo de nacionalidad rusa. Gordo, bastante descuidado, muy desarrapado, con ropas generalmente grises, y acostumbraba a lavarse cara y manos en un charco con agua que se juntaba en la esquina cuando llovía y además era cliente asiduo de la “vinería”. El otro era “Puchito”, no recuerdo por qué el apodo, creo que siempre juntaba restos de cigarrillos tirados en la calle, pero sí que era un señor delgado, menudo y bastante bien vestido, siempre de negro, boina incluida y solía llevar un libro o cuaderno en la mano. Se iba a bañar a la comisaría, jamás estaba sucio. Esta era la semblanza de mi barrio desde mediados de los 50’ hasta principios de los 60’. Vivir en “La Cortada” fue y es una experiencia únicaque merece otro relato. [/av_textblock]
PICHINCHA, DESDE SIEMPRE MI BARRIO.
por 747mkt | Jul 31, 2021 | Relatos de mi barrio | 0 Comentarios
